Sònia

Sònia

divendres, 29 d’octubre del 2021

TODOS QUEREMOS QUE ALGUIEN VUELVA

 - ¿Qué haces tú cuando echas mucho de menos a alguien que ya no está?

- Intento recordar qué era lo que más me gustaba de él.

- ¿Y eso te hace estar menos triste?

- Eso me ayuda a saber la suerte que tuve de poder tenerlo en mi vida.

A todos nos gustaría que alguien volviese, aunque fuese sólo por unos instantes. Para volver a compartir una sobremesa, para podernos fundir con él en un silencioso abrazo, para poder susurrarle al oído que sientes más miedo desde que se fue.

Para poder confesarle que aún sigues necesitándole como cuando eras pequeña, para pedirle que vuelva a explicarte aquella historia que tanto te hacía reír, para que pueda abrazar a tus hijos. 

Aunque sólo sean unos minutos para poder agradecerle lo mucho que creía en ti, que te escuchase sin tener que pedírselo, que no se cansase de repetirte que tenías talento. Para decirle todo lo que no te atreviste a confesarle, para que pudiese ver en lo que te has convertido gracias a sus consejos. 

Para volver a sentir sus gestos, sus palabras de coraje, sus caricias.  Para poder decirle te quiero, para explicarle que lo añoras todos los días.

La muerte es una parte ineludible de la vida pero eso no consuela. Nadie está preparado para perder a alguien que quiere, para sentir su vacío, para añorar su olor. Para sentir su pérdida cada vez que miras su lado de la mesa.


Para ver sufrir a todos los que como tú le añoran, para explicar a un niño que nunca volverá a ver a su abuelo, para perder a un padre, un hermano o un amigo. Nadie está listo para que la vida le pegue tan fuerte sin opción a réplica, para que te robe la posibilidad de acompañarle en sus últimos momentos, para entender porqué una enfermedad te lo roba sin casi avisar.

Dicen que nada enseña más que la muerte, que es una gran maestra. La muerte nos hace reestructurar la vida, nos enseña una nueva forma de exprimirla, de sentir. Nos recuerda nuestra torpeza a la hora de llenar nuestros días de excusas y postergas. Nos recuerda la importancia de centrarnos en lo que realmente importa, nos invita a ponerle nombres a las estrellas.

A la muerte hay que enfrentarse sin maquillar el dolor, sin edulcorar lo que sentimos. Hay que llenarla de verdad, de sencillez. Se la acompaña compartiendo el llanto, respondiendo preguntas, sin miedo a recordar. Aceptando nuestra vulnerabilidad, dejando de esperar que las cosas pasen, sin temer sentirnos vivos, de forma intensa, sin miedo. Sabiendo perdonar sin estar anclado al pasado, mirando al futuro con ilusión.

dilluns, 25 d’octubre del 2021

Ocho formas de querer a nuestros hijos

“Mamá, ¿qué es lo que más recuerdas de cuándo eras pequeña?”


“Que los abuelos siempre estaban a mi lado”.


“¿Aunque te portases mal?”.


“Ellos me enseñaban a hacerlo cada día un poco mejor”.


“¿Y tú siempre les hacías caso?”.


“Aprendí que escuchándoles y pidiendo su ayuda las cosas iban mucho mejor”.


Fui una niña muy inquieta. Recuerdo que, aunque lo intentase, era incapaz de estarme quieta. Necesitaba explorar, preguntar, probar, investigar para satisfacer mi imperiosa necesidad de saber. Esa explosividad me provocó numerosos problemas de disciplina y más de un punto de sutura. En la escuela, me castigaban a menudo por no comportarme como ellos me exigían.


Aunque lo intentase, mostraba mucha dificultad para mantener la atención en clase, para estar callada sin hablar con algún compañero, para no compartir mis opiniones críticas cuando me enseñaban cosas que me parecían poco útiles. En muchas ocasiones, me sentía incomprendida y eso me provocaba un enorme vacío interior. Siempre tuve la sensación que pocos docentes mostraron interés por conocerme de verdad, por ayudarme a descubrir mis talentos, por enseñarme a canalizar mis emociones.


Yo era feliz cuando me sentía libre, cuando podía correr arriba y abajo sin preocuparme por nada, cuando construía cabañas, inventaba historias o jugaba con mis amigos imaginando que éramos grandes exploradores.


Siempre tuve la suerte de sentir que volver a casa, después de las largas jornadas escolares, me devolvía la paz. Tuve el privilegio de tener unos padres enormemente comprensivos que siempre entendieron mi forma de leer la vida, de relacionarme con los demás, mi deseo de saber más y más.


Ellos me hacían entender, con toneladas de paciencia y dedicación, que debía aprender a decir las cosas con tranquilidad y desde la reflexión, a hacer mis tareas con calma, a respetar las normas que me permitían convivir con los demás. A cumplir con mis responsabilidades en casa como en la escuela.


Jamás me compararon con mis hermanas, ni me reprocharon características de mi personalidad, ni me llenaron de etiquetas. Nunca me hicieron sentir excluida o juzgada. Siempre dedicaron su tiempo a contagiarme de valores como la tolerancia, la honestidad y la empatía, a mostrarme la importancia de ser agradecida y respetuosa.


Recuerdo el calor de sus abrazos cuando me equivocaba, sentía miedo o cuando era incapaz de gestionar mis emociones correctamente. Los besos que hacían más fácil las despedidas, las palabras de aliento cuando las cosas se ponían difíciles y sentía que era incapaz de conseguir aquello que me proponía. Las miradas cómplices que me ayudaban a sentir nuestro vínculo, a sentirme valorada.


Desde que soy mamá siempre he trabajado por conseguir que mis hijos sientan ese amor y apoyo incondicional de mi parte. He intentado respetar la personalidad de cada uno de ellos, sus gustos, necesidades o intereses. Les he permitido expresar con libertad todo aquello que les recorre por dentro, elegir sin sentirse coaccionados, aprender al ritmo que necesiten.

Buscando el equilibrio entre la firmeza y la amabilidad, educándoles con serenidad y toneladas de amor, explicándoles que son mi prioridad y me importa todo aquello que les pasa o preocupa.

dilluns, 4 d’octubre del 2021

CONECTAR CON UN ADOLESCENTE

Silencios que incomodan, distancias que se alargan y separan, vínculos que desaparecen. Portazos que rompen el alma, castigos sin sentido, exigencias que ahogan o asfixian. Conversaciones llenas de reproches, amenazas y peros que pesan en el alma.

Que difícil es acompañar a alguien que se muestra rebelde, insolente y desafiante. Que manifiesta poco interés por compartir con nosotros todo aquello lo que le sucede que, para hacer frente a su frustración, para modular la montaña rusa de emociones por la que transita.

Que complicado es conectar con un hijo que, en ocasiones, nos falta al respeto, nos alza la voz o se muestra desagradecido. Que no reconoce sus errores, le cuesta escuchar nuestros consejos y se siente inseguro y perdido. Una persona en proceso de descubrimiento, de cambio, con altas dosis de ego e impulsividad, donde solo existe el todo o la nada. Lleno de contradicciones, inapetencia, y poca capacidad para la reflexión.

Que frustrante es sentir que en muchas situaciones no sabemos dar respuesta a sus necesidades, que parece que hablamos idiomas diferentes y no logramos encontrar el adecuado equilibrio entre la exigencia y la libertad. Que no somos capaces de entender cuando reaccionan de forma desajustada, impulsiva e impredecible.

No es nada fácil aceptar que tu hijo haya crecido tan rápidamente, que prefiera pasar su tiempo libre junto a sus amigos y no contigo, que te quiera y necesite de manera diferente. Que reclame su espacio y libertad, en ocasiones con mucha insolencia.


La adolescencia es la etapa educativa más difícil de acompañar y en la que nuestros hijos más necesitan de nuestra comprensión, serenidad y empatía. Que les ayudemos a descifrar el mundo cambiante al que se enfrentan, que les digamos a diario que estamos a su lado sin condición aunque parezca que no nos escuchan. Potenciando un lenguaje positivo y utilizando una mirada llena de reconocimiento y cariño.


Una etapa muy convulsa que a menudo nos desconcierta y nos exige nuestra mejor versión. Que nos hace perder la paciencia, contagiarnos del mal humor que muestran habitualmente y nos llena de numerosos interrogantes. Que nos hace sentir culpa e impotencia cuando no logramos sintonizar con lo que viven y sienten. 


Que sea una etapa tan agitada no significa que también pueda ser maravillosa. Es un momento para nuestros hijos lleno de oportunidades, de primeras veces, de descubrimientos estimulantes y emociones muy intensas que podemos vivir a su lado. De empezar a conocer el mundo adulto desde la ilusión y la inocencia.

Han crecido mucho, pero siguen siendo nuestros pequeños a los que les gustaba que les achuchásemos y les protegiésemos. Nuestros adolescentes necesitan sentir que les entendemos, respetamos y nos les juzgamos ni les llenamos de etiquetas. Que conectamos con ellos emocionalmente y les acompañamos sin dramatismos y con grandes dosis de sentido común y sentido del humor.


Que entendemos el torbellino de cambios a los que deben hacer frente y lo difícil que es para ellos hacerse mayor. Que les dejamos ser tal y como ellos desean y les ayudemos a construir un buen autoconcepto y una apropiada autoestima. Que les ayudemos a despertar el interés y la curiosidad.


¿Cómo podemos conseguir conectar con nuestros hijos adolescentes?

  1. 1. Estando presentes y disponibles, ofreciéndoles el tiempo y la atención que necesitan. Haciéndoles sentir queridos, valorados y apoyados. Estrechando vínculos nuevos adaptados a su edad para demostrarles nuestra confianza y amor incondicional.
    1. 2. Entendiendo que la adolescencia es una etapa necesaria y temporal para llegar a la adultez, un periodo repleto de cambios y fluctuaciones. Hacer el ejercicio de recordar qué tipo de adolescente fuimos, qué problemas ocasionamos a nuestros padres y qué errores cometimos nos permitirá ser mucho más empáticos con nuestros hijos. 
    2. Seguir leyendo artículo en: Adolescencia