Unas
décimas de segundo bastan para que todo cambie radicalmente, para que tus días
queden congelados, para que tu tobillo se parta en dos. Una simple torcedura
que provoca que todo se frene, que cada
uno de tus objetivos se desvanezcan, que te toque volver a empezar de cero. Que difícil es aceptar que en ocasiones la
vida te enseña a golpes.
Una
grave lesión que te hace sentir frágil, que es capaz de sacar tu mejor y peor versión.
Que te exige confiar en tu perseverancia, luchar a diario contra tu mente y
pone sobre el papel la posibilidad de que no vuelvas a correr. Un tropiezo que
te hace mucho más agradecida, más humilde, más paciente.
Nuestra
inmensa torpeza nos lleva a menudo a valorar las cosas cuando ya no las puedes
hacer, cuando aparece la imposibilidad. Más de un año de recuperación sin poder
correr me ha permitido reconocer lo mucho que el atletismo aporta en mi vida,
aceptando que la ha transformado radicalmente.
Quien
corre sabe que calzarse unas zapatillas es mucho más que dar zancadas, participar
en carreras o colgarse un dorsal. Cientos de historias, de motivos, de
circunstancias provocan que a diario millones de personas en todo el mundo salgan
a correr.
Están
los que buscan retos al alcance de pocos, los que quieren cambiar hábitos, los
que corren por los que no pueden. Los que desean compartir momentos, los que
lideran retos solidarios, los que salen en solitario a cazar sueños. Están los que
quieren ayudar a otros a que sean mejores, los que cumplen promesas, los que
corren en busca de motivos para sonreír.
Miles
de razones con un mismo destino, la superación personal. Retos que te llevan a
apostar a fuego por ti mismo, a comprometerte paso a paso, pase lo que pase. Fortaleciendo
tu tenacidad, aprendiendo que las batallas se ganan con la práctica diaria, con
la osadía, con el tesón.
Sacrificando
horas de descanso, haciendo equilibrios para conciliar los entrenamientos con
tu vida, robando horas al alba.
Una
búsqueda de sensaciones que te hacen sentir diferente, que convierten los
fracasos en aprendizajes, que llenan tu existencia de valores. Que te enseñan a
disfrutar sin más de la soledad, a desafiar tus límites, a creer en tu
determinación. Una rutina que te ayuda a encontrarte, a aceptar desafíos que te
engrandecen, a no permitir regatear con tus ambiciones. Sin condiciones,
creyendo en las utopías, deseando ser cada día un poquito mejor.
Un
deporte que te demuestra que el éxito no se mide por tus marcas sino por tu
empeño, valentía y corazón. Por las agallas que le pones cada vez que vuelves a
intentarlo, por ser capaz de empequeñecer tus miedos creyendo que las grandes
gestas se construyen a diario.
Que
complicado es describir todas las emociones que experimentas cuando cruzas el
arco de meta, cuando sientes que has ganado gracias a tu coraje, tu amor
propio, tu ahínco. Sin haber secundado a las ganas de lanzar la toalla cuando
todo se balanceaba, alegrándote de las victorias de tus compañeros, sabiendo
que te has convertido en el mejor ejemplo que tus hijos puedan tener.
Mucho
más que correr, que dar zancadas, que colgarse una medalla.