Prestamos
poco interés a nuestras emociones cuando en realidad somos un revoltijo de
ellas. Las emociones están presentes en todas las actividades
de nuestra vida y condicionan la manera en la que escribimos nuestro camino.
Las positivas nos reconfortan, nos colman de esperanza e ilusión, nos animan a
seguir. Las negativas nos llenan de dudas, de incertidumbre o excusas, nos
limitan a no salir de nuestra zona de confort.
Las emociones son respuestas
o reacciones fisiológicas de nuestro cuerpo ante cambios o estímulos que
aparecen en nuestro entorno o en nosotros mismos. Condicionan nuestra forma de mirar el mundo, agitan nuestras
ilusiones, nos sirven para aprender, actuar y tomar decisiones. Logran que
los recuerdos se fijen en la memoria y nos ayudan a relacionamos con los demás.
Son el motor por el que nos movemos.
Educar
la mente sin educar el corazón no es educar. Una frase que
resume a la perfección el que debería ser el objetivo prioritario en la
educación de nuestros hijos: educar la emoción. Al igual que los adultos, para que
nuestros hijos sean felices necesitan tener un “corazón inteligente”.
Pero no es nada fácil
conseguirlo cuando a la mayoría de nosotros no nos enseñaron a identificar las
emociones, a escuchar nuestro interior sin juiciosa saber hallarnos y vivir
con la máxima consciencia. Donde muchas
veces las emociones se escondían, se reprimían y parecía que teníamos la
obligación de mostrarnos siempre fuertes.
La EDUCACIÓN EMOCIONAL debería convertirse en el centro vertebrador de nuestro acompañamiento, un aprendizaje centrado en poner en comunión cabeza y corazón, en encontrar el equilibrio entre sentir y el hacer.
Una inteligencia emocional que permita a nuestros hijos entender todo aquello que les recorre por dentro, les proporcione salud
mental y bienestar, les enseñe a quererse sin reproches. Que desarrolle la
empatía, la resilencia y el pensamiento crítico. Que les posibilite adaptarse
al cambio, gestionar el estrés o los pensamientos negativos, que les enseñe a
ser agradecidos.
Nuestros hijos necesitan crecer en un entorno sano y psicológicamente equilibrado. Tener a su lado adultos que escuchen, respeten y comprendan. Que les hagan sentirse queridos, protegidos y seguros de si mismos sin etiquetas que condicionen o limiten.
Aprender habilidades emocionales que les permitan hacer una buena autoregulación de sus emociones para poder hacer frente al miedo, el estrés o el fracaso. Para saber gestionar las situaciones del día a día, para tener relaciones sociales positivas y estimulantes, para ser capaces de regular los impulsos y cuestionarse el por qué de las cosas.
La educación emocional es un proceso educativo, continuo y permanente esencial en el desarrollo integral de nuestros hijos. Favorecerá que nuestros pequeños se conviertan en adultos con valores, con capacidad para la autocrítica y tolerancia a la frustración.
Los niños desarrollados emocionalmente son personas con mayor autoconciencia, autoestima y seguridad en sí mismas. Son mucho más felices, tolerantes, obtienen mejores resultados académicos y tienen más capacidad para relacionarse efectivamente con los demás.
¿Cómo podemos ayudar a nuestros hijos a desarrollar la INTELIGENCIA EMOCIONAL ?
1. Ayudándoles a conocer el nombre de las emociones y sus funciones, a reconocerlas y legitimarlas, a regular sus efectos desde la calma y reflexión.
2. Creando espacios diarios donde puedan expresar con tranquilidad y libertad todo aquello que sienten, necesitan o les preocupa sin sentir vergüenza. Momentos llenos de confianza dondenos mostremos empáticos y comprensivos con todo aquello que nos explican.
3. Explicándoles que no hay emociones buenas ni malas, que todas son necesarias para la vida. Facilitándoles experiencias que desarrollen el sentido positivo de ellos mismos y potencien la automotivación e iniciativa personal.
4. Validándoles cada una de las emociones sin juzgarlas. Acompañándoles desde el respeto, la calma y la seguridad con palabras que alienten y abrazos que reconforten. Ofreciéndoles todo el tiempo que necesiten para aprender.
5. Estableciendo límites claros y consensuados que les proporcionen seguridad y protección. Reforzando las conductas positivas y enseñándoles a mostrase flexibles y adaptables delante las nuevas situaciones.
6. Convirtiéndonos en el mejor ejemplo de expresión y gestión emocional que puedan tener. Controlando nuestra ira, impulsividad y negatividad. Mostrando una actitud positiva ante la vida, compartiendo con ellos lo que sentimos de manera saludable, sin cargas pero con sinceridad, siendo conscientes de nuestros estados de ánimos intentándoles poner nombre.
7. Potenciando el autoconocimiento, autocontrol y autogestión desde la atención cálida y la educación positiva. Ayudándoles a reconocer sus aptitudes y habilidades y tener una autoestima saludable.
8. Despertándoles la curiosidad y el interés por aprender, potenciando la toma de decisiones, la responsabilidad y desarrollando el valor del esfuerzo y el compromiso. Sin cansarnos de explicarles que el error es parte imprescindible para el aprendizaje.
9. Enseñándoles a ser empáticos y tolerantes y a tener en cuenta las emociones de los demás. A ser agradecidos con aquellos que les cuidan, respetuosos y a escuchar asertivamente.
1. Estando siempre
atentos a las señales de alarma que nos informan que algo no va bien. Los
lloros, las rabietas, los enfados constantes nos alertan que hay emociones no resueltas
que nuestros hijos necesitan resolver.
El desarrollo de la educación emocional permitirá a nuestros hijos tener una vida exitosa, sana y equilibrada. Como dice Pablo Fernández-Berrocal: “las personas más felices no son las más inteligentes, son las que tienen un corazón intuitivo e inteligente”.
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