Si algo recuerdo de mi abuela es que siempre tenía tiempo para mí. Para escucharme con calma, para ayudarme en todo lo que necesitaba, para hablarme desde su corazón. Para pasar toda la tarde cocinando, charlando o jugando conmigo sin mirar el reloj.
Para sostenerme entre sus brazos cuando las cosas se tambaleaban y explicarme, sin reproches, todo lo que no acababa de hacer bien. Para aconsejarme sin decidir por mí y achucharme muy a menudo.
Los tiempos han cambiado mucho y desgraciadamente las mamás y papás actuales tenemos poco tiempo para educar desde la serenidad. Vivimos a toda velocidad, entrelazando tareas e intentando cumplir con largas listas de cosas por hacer. Haciendo malabarismos para poder pasar con nuestros hijos tiempo de calidad, para conciliar, para no dejarnos llevar por las rutinas y el estrés.
A menudo caemos en el error de educar desde la impaciencia, utilizando los gritos, las amenazas y castigos que tanto dañan a nuestros hijos. Sin ser capaces de dominar nuestra ira, nuestras reacciones desproporcionadas, nuestro mal humor.
Mostrando muchas dificultades para encontrar el equilibrio entre la permisividad y la sobreprotección, dejándonos llevar por nuestros estados de ánimos, sintiendo a menudo culpa e impotencia.
Sin ser del todo conscientes que nuestros hijos necesitan que estemos presentes y disponibles. Que nos convirtamos en adultos significativos que cuiden y protejan, amables y firmes al mismo tiempo. Que sepamos valorar el esfuerzo y enseñemos a aceptar el error como parte imprescindible del aprendizaje.
Familias que eduquen desde la comprensión, la conexión y el amor incondicional. Validando todo aquello que sienten, siendo conscientes de sus necesidades, intereses y deseos, regalándoles un apego seguro y un acompañamiento emocional que les haga sentir únicos. Una relación basada en el respeto mutuo y la pertenencia.
Una educación sin expectativas que ahoguen, ni juicios de valor que dañen la autoestima, ni etiquetas que coarten. Que sea capaz de hacerles sentir valiosos, queridos y especiales. Que les anime a ser valientes, a trabajar por todo aquello que se propongan, a soñar en grande.
En ocasiones educamos con pocas muestras de cariño y amor, sin ser conscientes de todos los beneficios que aporta el afecto a la hora de educar. Buscamos metodologías innovadoras que nos acerquen a un mejor rendimiento académico olvidando cuidar la emoción, el apego, las muestras de afecto.Nos obsesionamos con que nuestros hijos aprendan muchos contenidos y procedimientos olvidando va a hacer crecer felices. Hemos llenado nuestros hogares y aulas de tecnología capaz de conectarnos e interactuar con cualquier punto del mundo pero que nos aleja estrepitosamente de las personas que tenemos justo al lado.
Ojalá fuésemos capaces de poner de moda la pedagogía del QUERER. La más sencilla de todas, basada en la afectividad y el cariño a doquier. Cargada de tiempo, de ternura y arrumacos. Donde los abrazos, los besos, las miradas, los silencios compartidos y las palabras que empoderan tienen un gran poder.El amor es el mejor aliado para el desarrollo cerebral y social.
El lenguaje de las emociones que habla desde el interior, ese que explica todo lo que nos corre por dentro, que nos permite conocernos y aceptarnos. Ese idioma que protege, que crea vínculos, que espanta el miedo. Que regala oportunidades, motiva y que nos ayuda a querernos. Que construye puentes, que cura heridas y acerca posturas.
Creo que en la educación FALTAN abrazos que arropen, miradas que contagien esperanza, besos que acaricien el alma. Muestras de amor que creen compromisos, que faciliten la comunicación afectiva, que ayuden a vivir en el aquí y el ahora. Gestos que diseñen caminos, que enseñen a entender el mundo que nos rodea, que empoderen.
EDUQUEMOS con BESOS que den las gracias o
pidan perdón. Que sanen, hagan más fácil las despedidas o disipen la
desilusión. Que regalen consuelo, cicatricen heridas y acaricien las penas con
suavidad. Que recuerden a diario a nuestros pequeños que estamos a su lado de
forma incondicional, que nos gustan tal y como son.
EDUQUEMOS con ABRAZOS que se amolden a todos los cuerpos, que acompañen silencios, que inyecten energía. Que rescaten esperanza, ahuyenten al pánico y alivien el sufrimiento. Que transmitan calma y reinicien por dentro. Abrazos que carguen de optimismo y respeten ritmos para aprender.
EDUQUEMOS con MIRADAS que provoquen ternura, roben sonrisas y ericen la piel. Que entiendan los tropiezos y animen a asumir nuevos retos. Miradas cómplices que ayuden a tomar decisiones o aclaren sentimientos. Que estrechen lazos, que perdonen las salidas de tono, que apaciguan la rabia o el dolor.
EDUQUEMOS con PALABRAS que espanten fantasmas, que acerquen distancias, que nos hagan poderosos. Exentas de reproches, de etiquetas, de por qués. Palabras llenas de energía, de soluciones, de refugio, que potencien la autonomía y la responsabilidad.
Está demostrado clínicamente que las caricias, el contacto corporal próximo y cálido, los susurros y los halagos convierten a nuestros hijos en personas resilientes y afortunadas. Un niño con un desarrollo afectivo y emocional adecuado será una persona segura, empática y feliz. Tendrá una mayor capacidad de autocontrol y tolerancia a la frustración.
Como decía Françoise Sagan: “Amar no es solamente querer, es sobre todo comprender”.
Artículo escrito en el País: El poder educativo del querer
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