Si existe una etapa educativa difícil de acompañar es sin duda la adolescencia. Un período educativo convulso que a las familias a menudo nos cuesta mucho entender y manejar. Donde parece que la calma en casa sea casi imposible y las disputas y los tira y afloja con nuestros hijos se entrelazan sin parar.
Como padres y madres siempre actuamos con nuestros hijos con la mejor de las intenciones, pretendiendo darles todo aquello que necesitan y mostrándoles nuestra ayuda y comprensión. Pero cuando nuestros hijos e hijas llegan a la adolescencia, parece que esa sintonía desaparezca y nuestra relación empeore sin saber muy bien cómo entenderles y seguir acompañándoles.
La impotencia y la culpa nos invaden cuando las malas caras, las salidas de tono y los reproches son constantes. Conductas en ocasiones rebeldes, insolentes y desafiantes que nos hacen sentir que hemos pasado a un segundo plano, que nos han perdido el respeto y que nuestros consejos u opiniones han dejado de interesarles.
La adolescencia es el período de desarrollo en el que nuestros hijos deben hacer frente a numerosos cambios físicos, psicológicos, cognitivos, emocionales y sociales que les provocarán mucha inestabilidad e incertidumbre. A estos cambios, deberemos sumarles las dificultades que presentan para controlar su impulsividad, para modular las emociones por las que transitan con tan alto voltaje y expresar correctamente qué es lo que les sucede o preocupa.
Una etapa de transformación y reafirmación personal que les hace actuar de una forma desajustada, impredecible y desmedida y les hace vivir entre extremos. Unos años de sana desobediencia, de numerosos aprendizajes, de búsqueda de nuevos límites y retos. De vulnerabilidad y fuerza a igual medida y egocentrismo en estado puro.
Es muy complicado acompañar a alguien que muestra tantas dificultades para hacer frente a la frustración, reconocer sus errores y mostrarse reflexivo. Que reclama su espacio y libertad, en ocasiones con mucha insolencia e indiferencia. Pero es en esta etapa tan complicada cuando nuestros hijos e hijas necesitan que les mostremos nuestra mejor versión. Que sigamos siendo sus guías, el pilar donde apoyarse, el refugio donde acudir cuando sientan que todo cambia y se tambalea.
Nuestros adolescentes necesitan que les ayudemos a descifrar el torbellino de sentimientos que sienten, que les digamos a diario que estamos a su lado sin condición que les acompañemos y se sientan protegidos. Potenciando un lenguaje positivo y utilizando una mirada llena de reconocimiento y amor.
A un adolescente se le educa con grandes dosis de serenidad y empatía. Entendiendo lo difícil que es para ellos hacerse mayor y vivir en una sociedad tan cambiante como es la nuestra. Comprendiendo y aceptando que educar es una carrera de fondo, un trayecto lleno de altibajos donde no se puede tener prisa por conseguir lo que pretendemos, ya que los objetivos se logran a largo plazo.
A su lado, necesitan adultos, pacientes que entiendan lo que les sucede, que atiendan sus necesidades, que los escuchen sin cuestionarlos. Que acompañen con cariño sus alegrías y los momentos más ansiosos, tristes o llenos de incertidumbre. Que les sostengan cuando se sientan vulnerables o desbordados, que les dejen ser tal y como ellos desean mostrarse y les ayuden a construir un buen autoconcepto y una apropiada autoestima.
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