Nos asusta equivocarnos pero seguramente a lo que más pánico le tenemos es a la reacción de los demás ante nuestro fracaso. Tenemos la necesidad de esconder cada uno de nuestros tropiezos, de intentar maquillar cada una de nuestras malas decisiones, de disimular cada vez que erramos en nuestros objetivos.
Nos avergonzamos absurdamente de nuestra falta de destreza, de no estar a la altura que otros han marcado por nosotros, de fallar en nuestros intentos. Dejamos que ridiculicen nuestros deseos o intenciones cada vez que las cosas no salen como esperábamos, que sean otros los que marquen nuestro camino. No nos creemos lo suficientemente buenos, cualquier contratiempo limita nuestra confianza.
Leemos de forma incorrecta nuestros errores, nos hacemos pequeños cuando todo empieza a tambalearse. Permitimos que los fallos intoxiquen nuestros sueños, que nos encadenen a la desesperación. Evitamos fallar por miedo al ridículo o a parecer indefensos.
Ojalá que desde pequeños nos enseñasen a FALLAR, a identificar en nuestros errores todo aquello que nos quieren enseñar. A considerarlos parte imprescindible del juego, a no anclarnos a ellos. A invertir nuestra energía en las soluciones, en superarlos con determinación.
Por suerte un día aprendes que el mundo es de aquel que se levanta con más fuerza después de cada fracaso, que es imprescindible aprender a fallar útilmente, que cada fracaso nos enseña algo imprescindible que necesitábamos saber.
Los errores nos permiten practicar nuestra vulnerabilidad, conocer nuestras limitaciones, fortalecer nuestro talento, ejercitar nuestra perseverancia. Sin error no hay evolución, no hay aprendizaje, no hay nuevos caminos por dibujar.
Los errores nos permiten practicar nuestra vulnerabilidad, conocer nuestras limitaciones, fortalecer nuestro talento, ejercitar nuestra perseverancia. Sin error no hay evolución, no hay aprendizaje, no hay nuevos caminos por dibujar.
Deberíamos aprender a medirnos en función de nuestras agallas para jugar, para aventurarnos, para apostar a doble o nada sabiendo que podemos errar. Atrevernos a hacer aquello que nos marca nuestra intuición sin tener garantías de éxito, a no encogernos cuando toca remar a contracorriente. A despojarnos de excusas, de lamentos, de arrepentimientos.
Dejemos de maximizar las consecuencias de nuestras caídas, no pidamos permiso a aquellos que no se atrevieron, hagamos las cosas sin la necesidad de controlar todas las variables del juego.
No podemos asegurarnos el triunfo pero si que podemos comprometernos a fuego con lo que deseamos.
Aprendamos a levantarnos minimizando daños, a tener confianza en nosotros mismos, a perder el miedo a mostrar lo que realmente somos. A pedir perdón cuando sea necesario, a admitir que la perfección no nos acerca a lo que realmente necesitamos. El propósito de la vida es crecer aprendiendo, cayendo, volviendo a empezar.
Ojalá fallemos muchas veces, ojalá aprendamos de cada tropiezo.