Sònia

Sònia

dilluns, 14 de juny del 2021

EL PODER EDUCATIVO DEL QUERER

Si algo recuerdo de mi abuela es que siempre tenía tiempo para mí. Para escucharme con calma, para ayudarme en todo lo que necesitaba, para  hablarme desde su corazón. Para pasar toda la tarde cocinando, charlando o jugando conmigo sin mirar el reloj.

Para sostenerme entre sus brazos cuando las cosas se tambaleaban y explicarme, sin reproches, todo lo que no acababa de hacer bien. Para aconsejarme sin decidir por mí y achucharme muy a menudo.

Los tiempos han cambiado mucho y desgraciadamente las mamás y papás actuales tenemos poco tiempo para educar desde la serenidad. Vivimos a toda velocidad, entrelazando tareas e intentando cumplir con largas listas de cosas por hacer. Haciendo malabarismos para poder pasar con nuestros hijos tiempo de calidad, para conciliar, para no dejarnos llevar por las rutinas y el estrés.

A menudo caemos en el error de educar desde la impaciencia, utilizando los gritos, las amenazas y castigos que tanto dañan a nuestros hijos. Sin ser capaces de dominar nuestra ira, nuestras reacciones desproporcionadas, nuestro mal humor.

Mostrando muchas dificultades para encontrar el equilibrio entre la permisividad y la sobreprotección, dejándonos llevar por nuestros estados de ánimos, sintiendo a menudo culpa e impotencia.

Sin ser del todo conscientes que nuestros hijos necesitan que estemos presentes y disponibles. Que nos convirtamos en adultos significativos que cuiden y protejan, amables y firmes al mismo tiempo. Que sepamos valorar el esfuerzo y enseñemos a aceptar el error como parte imprescindible del aprendizaje.

Familias que eduquen desde la comprensión, la conexión y el amor incondicional. Validando todo aquello que sienten, siendo conscientes de sus necesidades, intereses y deseos, regalándoles un apego seguro y un acompañamiento emocional que les haga sentir únicos. Una relación basada en el respeto mutuo y la pertenencia. 

Una educación sin expectativas que ahoguen, ni juicios de valor que dañen la autoestima, ni etiquetas que coarten. Que sea capaz de hacerles sentir valiosos, queridos y especiales. Que les anime a ser valientes, a trabajar por todo aquello que se propongan, a soñar en grande.

En ocasiones educamos con pocas muestras de cariño y amor, sin ser conscientes de todos los beneficios que aporta el afecto a la hora de educar. Buscamos metodologías innovadoras que nos acerquen a un mejor rendimiento académico olvidando cuidar la emoción, el apego, las muestras de afecto.

Nos obsesionamos con que nuestros hijos aprendan muchos contenidos y procedimientos olvidando va a hacer crecer felices. Hemos llenado nuestros hogares y aulas de tecnología capaz de conectarnos e interactuar con cualquier punto del mundo pero que nos aleja estrepitosamente de las personas que tenemos justo al lado. 

Ojalá fuésemos capaces de poner de moda la pedagogía del QUERER. La más sencilla de todas, basada en la afectividad y el cariño a doquier. Cargada de tiempo, de ternura y arrumacos. Donde los abrazos, los besos, las miradas, los silencios compartidos y las palabras que empoderan tienen un gran poder.El amor es el mejor aliado para el desarrollo cerebral y social.

El lenguaje de las emociones que habla desde el interior, ese que explica todo lo que nos corre por dentro, que nos permite conocernos y aceptarnos. Ese idioma que protege, que crea vínculos, que espanta el miedo. Que regala oportunidades, motiva y que nos ayuda a querernos. Que construye puentes, que cura heridas y acerca posturas.

Creo que en la educación FALTAN abrazos que arropen, miradas que contagien esperanza, besos que acaricien el alma. Muestras de amor que creen compromisos, que  faciliten la comunicación afectiva, que ayuden a vivir en el aquí y el ahora. Gestos que diseñen caminos, que enseñen a entender el mundo que nos rodea, que empoderen.

EDUQUEMOS con BESOS que den las gracias o pidan perdón. Que sanen, hagan más fácil las despedidas o disipen la desilusión. Que regalen consuelo, cicatricen heridas y acaricien las penas con suavidad. Que recuerden a diario a nuestros pequeños que estamos a su lado de forma incondicional, que nos gustan tal y como son.

EDUQUEMOS con ABRAZOS que se amolden a todos los cuerpos, que acompañen silencios, que inyecten energía. Que rescaten esperanza, ahuyenten al pánico y alivien el sufrimiento. Que transmitan calma y reinicien por dentro. Abrazos que carguen de optimismo y respeten ritmos para aprender.

EDUQUEMOS con MIRADAS que provoquen ternura, roben sonrisas y ericen la piel. Que entiendan los tropiezos y  animen a asumir nuevos retos. Miradas cómplices que ayuden a tomar decisiones o aclaren sentimientos. Que estrechen lazos, que perdonen las salidas de tono, que apaciguan la rabia o el dolor.

EDUQUEMOS con PALABRAS que espanten fantasmas, que acerquen distancias, que nos hagan poderosos. Exentas de reproches, de etiquetas, de por qués. Palabras llenas de energía, de soluciones, de refugio, que potencien la autonomía y la responsabilidad.

Está demostrado clínicamente que las caricias, el contacto corporal próximo y cálido, los susurros y los halagos convierten a nuestros hijos en personas resilientes y afortunadas. Un niño con un desarrollo afectivo y emocional adecuado será una persona segura, empática y feliz. Tendrá una mayor capacidad de autocontrol y tolerancia a la frustración.

Como decía Françoise Sagan: “Amar no es solamente querer, es sobre todo comprender”.

Artículo escrito en el País: El poder educativo del querer

dijous, 3 de juny del 2021

HIJO, ABÚRRETE MUCHO

¡Mamá, me aburroooo!,

¡Papá, me aburroooo muchoo!,

¡Me aburro, me aburro, me aburro!…

¿Y ahora qué hacemos? ¿Juegas conmigo? ¿Hoy no salimos?

Vivimos en una sociedad sobre estimulada, donde se impone la hiperactividad. Obsesionada por el hacer continuo y el alcanzar. Donde todo pasa demasiado de prisa y no hay tiempo para reflexionar, valorar o reconocer todo lo bueno que nos sucede, lo mucho que tenemos, lo que realmente necesitamos o deseamos.

Donde es muy difícil encontrar momentos para vivir sin prisa, para disfrutar de no hacer nada, para mirar el futuro desde la calma. Encadenamos actividades y  tareas sin ser conscientes de ello, pasamos los días entre estímulos que nos entretienen, entre dispositivos eléctricos que nos tienen interconectados las veinticuatro horas del día.

Hemos impuesto a nuestros hijos nuestro ritmo frenético de vida. Les hemos acostumbrado a estar siempre ocupados haciendo alguna actividad. Cada pequeño momento libre tiene que ser optimizado, programado y orientado hacia un objetivo a conseguir.

Después de las largas jornadas escolares, muchos de nuestros hijos y jóvenes siguen trabajando en sus clases de idiomas, música, manualidades, cocina o danza. Sin duda las actividades extraescolares les ayudan a aprender y adquirir nuevas habilidades y competencias, pero un exceso de ellas puede repercutir negativamente en su desarrollo. Los niños que crecen entre demasiada exigencia u obligaciones acaban sintiéndose estresados, saturados e infelices.

Vivimos que nuestros hijos se aburran como un fracaso personal. Nos asusta que pierdan el tiempo, que se sientan tristes, que se muestren desanimados o muestren poco interés por algunas cosas. Mantenemos la falsa creencia que quien hace más cosas tendrá mucho más éxito en la vida.

Intentamos mantenerles siempre “distraídos”, les damos pocas oportunidades para pensar y procesar por ellos mismos. Sentir la frase de “papá o mamá me aburro” nos hace sentir nerviosismo, culpabilidad o inquietud.

El aburrimiento es una emoción muy importante que no solemos permitir ni cultivar. Un sentimiento imprescindible para el desarrollo personal que está muy relacionado con la capacidad de espera, la autonomía personal, la autoestima y la tolerancia a la frustración.

El aburrimiento es muy positivo para nuestro cerebro, nuestra mente, nuestras emociones y nuestro ser. Una emoción indispensable para poder conectar con nuestro interior, con nuestras emociones, recelos o deseos. Para ser conscientes de todo aquello que pasa a nuestro dentro de nosotros y a nuestro alrededor.

El tiempo para no hacer nada es pedagógicamente esencial. Enseñar a nuestros hijos a tolerar el aburrimiento y a no buscar la diversión constante les prepara para un futuro más realista, les enseña que la vida no es un festival de  constante.

Frenar la espiral de hiperestimulación al que están sometidos pasa por hacerles descubrir los placeres simples de la vida, por enseñarles a priorizar la calidad a la cantidad, por educarles en el aquí y el ahora. Romper con las actividades dirigidas y las obligaciones les regalará la oportunidad de descubrir nuevas vías de aprendizaje, de investigar fórmulas para pasarlo bien.

Cuando nuestros hijos se aburren conectan con su esencia, su propia creatividad, exploran e imaginan. El aburrimiento dispara la imaginación, les regala la oportunidad de buscar soluciones por si mismos, para crear desde la reflexión y el entusiasmo.

El aburrimiento es un conflicto que potencia la autosuficiencia, el pensamiento crítico y el espíritu autónomo. Fomenta la meditación, la reflexión y el altruismo. Nos obsequia tiempo para decidir desde la calma, para descubrir los propios intereses y necesidades.

La monotonía regala a la mente la posibilidad de oxigenarse, de volar y fluir, de soñar y construir. Crea un escenario perfecto para aprender a vivir de forma más relajada facilitando la concentración, la observación y la paciencia.

 

Los niños y jóvenes que aprenden a hacer frente al aburrimiento acaban siendo habitualmente más tolerantes, felices y posen un mejor autoconocimiento y autorregulación. Se muestran mucho más flexibles y son capaces de gestionar mucho mejor el tiempo.

Un tiempo libre sin tareas o actividades permite a nuestros hijos escucharse sin prisas, conocerse con tranquilidad, construir su propia identidad.

¿Cómo podemos ayudarles a gestionar el aburrimiento?

- Legitimando el aburrimiento desde la empatía y el respeto. Explicándoles que estos momentos forman parte de la vida y que hay que aprender a vivirlos como una oportunidad.

- Haciéndoles ver el lado positivo del aburrimiento, entendido como un tiempo “sin obligaciones” convirtiéndose en una magnífica ocasión para hacer lo que realmente les apetece.

- Validándoles que no hagan nada, que decidan como quieren invertir sus espacios de ocio, dejándoles libertad para crear.

- Motivándoles a hacer una “lluvia de ideas” de las posibles actividades que pueden hacer donde sean ellos los que lleven en todo momento la iniciativa. Mostrándoles nuestra confianza de que serán capaces de encontrar algo interesante por hacer.

- Ofreciéndoles papel y lápiz para que puedan dar rienda suelta a su creatividad, escribiendo y dibujando divertidas historias.

- Animándoles a descubrir espacios en la naturaleza donde puedan crear cabañas, observar la fauna y flora, correr o escalar.

- Potenciándoles la lectura como una opción divertida de ocio, acercándoles a las bibliotecas y las librerías del pueblo o la ciudad.

- Facilitándoles materiales y utensilios sencillos para crear “cosas”: cajas, pinturas y pinceles, un gran trozo de papel en blanco, materiales de modelar, revistas, botellas de plástico…

Bernad Rusell afirmaba que “Una generación que no soporta el aburrimiento, es una generación de escaso valor”. Dejemos que nuestros hijos se aburran de forma moderada para obtener un bienestar emocional y mental que les permita imaginar y crear sin medida, para que disfruten del no hacer nada, para que aprendan que al aburrimiento se le mata a base de la imaginación y el interés por hacer cosas que la mente aun no puede visualizar.