Un fuerte portazo y te quedas al otro lado de la puerta sin entender muy bien el motivo de la explosión del conflicto. Después de unos minutos, abres sigilosamente la puerta y preguntas: “¿Estás bien?”; “Déjame en paz”; “¿Puedo ayudarte en algo?” o te enfrentas a un silencio sepulcral. El conflicto es inherente a la vida y a través de él aprendemos a lidiar con un sinfín de situaciones. Es la confrontación de intereses entre dos o más personas, que frente a una misma situación, tienen ideas, metas u objetivos diferentes. Además, nos permite reflexionar sobre nuestras necesidades y la de las personas que nos acompañan a diario, conocer diferentes formas de ver el mundo y llegar a acuerdos.
Si algo caracteriza la etapa de la adolescencia, son las constantes desavenencias que se desencadenan entre padres e hijos. Disconformidades que a los progenitores nos llenan de culpa e impotencia y a nuestros hijos de incomprensión y rabia. La ropa, el pelo, los estudios, el orden, la hora de llegar a casa o las amistades son algunos de los motivos que producen estas discusiones. Estos conflictos nos hacen sentir que no somos capaces de entender las necesidades o el malestar de nuestros adolescentes y que nos alejan enormemente de ellos. No es fácil entender por qué se muestran tan irreverentes, irascibles y les cuesta tanto escuchar nuestras opiniones o sugerencias.
La falta de recursos ante estas situaciones, en ocasiones, nos hace adoptar una comunicación violenta normalizando los gritos o las conversaciones llenas de órdenes, reproches o juicios de valor. Esta forma de relacionarnos les crea un gran malestar emocional y les hace sentir incomprendidos y diferentes.
Sin duda, los adolescentes son rebeldes y desafiantes habitualmente y muestran poco interés por querernos escuchar, pero eso no significa que no necesiten nuestro cariño y comprensión. Sus miedos e inseguridades provocadas por los cambios físicos, psicológicos, emocionales y sociales que atraviesan les hacen comportarse de manera irreverente e impulsiva. Los conflictos en esta etapa se producen porque nuestros hijos necesitan abandonar el nido y esto implica un importante reajuste personal y familiar. Buscan su reafirmación, su lugar en el mundo, su libertad para pensar, hacer o decidir qué desean hacer, para empezar a vivir con más libertad y sentir a su manera.
La comunicación debe continuar siendo uno de los pilares más relevantes en nuestro acompañamiento durante esta etapa y, por esta razón, debemos encontrar estrategias que nos permitan crear nuevos canales de comunicación. Es esencial que nuestros adolescentes se sientan escuchados, reconocidos, y respetados. El modo en el que hablemos será un factor clave para ayudarles a desarrollar su personalidad y una sana autoestima y para aprender la forma más idónea para relacionarse con otras personas. Los conflictos no son buenos ni malos, si conseguimos hacerles frente desde la calma, se convertirán en una magnífica oportunidad para aprender y generar conexión. El problema no reside en lo que decimos sino en el modo en lo que lo hacemos.
Nuestros adolescentes necesitan sentir que estamos a su lado sin condición, que les escuchamos con mucho respeto, que existen los límites, que entendemos que para ellos no es nada fácil hacerse mayor. Que establecemos unas expectativas acertadas hacia ellos y tenemos muy en cuenta sus necesidades u opiniones. Una comunicación afectiva y respetuosa con nuestros adolescentes nos permitirá mostrarnos empáticos y hacer sentir a nuestros hijos que pueden contar con nosotros para todo aquello que necesiten. Un modelo de comunicación no violenta nos permitirá hablar con ellos desde la eficacia y la empatía respetando tanto las necesidades de nuestros hijos como las nuestras.
Por último, proporcionará a nuestros hijos un mayor bienestar emocional, mejores niveles de autoestima, un autoconcepto más ajustado y un alto desarrollo moral y social. Les permitirá desarrollar estrategias de comunicación y resolución de conflictos.
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