Si hay algo que preocupa e incómoda en la educación de los hijos son las terribles rabietas. Verles llorar, gritar o patalear de forma descontrolada llena de frustración e impotencia a padres y madres. Recuerdo el día en el que mi hijo de tres años lloraba desconsoladamente tirado en el suelo de un pasillo de un gran almacén, mientras el resto de personas observaban cómo era incapaz de calmarlo. No supe qué hacer y me sentí culpable por no entender el motivo que había producido una reacción tan desproporcionada.
La RAE define rabieta como “impaciencia, enfado o enojo grande, especialmente cuando se toma por leve motivo y dura poco”. Y estas no son un problema de actitud o comportamiento de las criaturas, sino una conducta normal y saludable en su desarrollo. Aparecen normalmente entre los 18 meses y los 4 años y son una manifestación de la inmadurez cerebral propia de la edad: el cerebro aún no está preparado para autocontrolarse y hacer frente a la frustración. Por este motivo, a los niños a estas edades les cuesta tanto aceptar la negativa de sus padres ante un deseo.
Los más pequeños tienen rabietas cuando algo no sale cómo ellos esperan o cuando quieren conseguir algo. Cualquier acontecimiento insignificante puede desencadenar una pataleta: que una simple galleta se rompa, que no encuentren un juguete o que quieran que se les compre algo que no es adecuado. Como aún no saben expresar de forma adecuada sus emociones ni controlar sus impulsos, acaban explotando de manera desbocada. Detrás de una rabieta siempre hay una emoción no resuelta.
Los niños no tienen berrinches extremos con la intención de molestar o llamar la atención de sus padres y madres. Mediante estas conductas expresan, de manera inadecuada por falta de experiencia, su malestar, sus necesidades, sus deseos e inquietudes. Así que es muy importante que los progenitores no se lo tomen como algo personal ni que se enfaden con ellos cuando ocurran.
Las pataletas son una llamada de socorro y suelen aparecer también cuando sus necesidades básicas no están cubiertas. Momentos en los que tienen mucha hambre o sed, están cansados, cuando los horarios se modifican o las rutinas diarias desaparecen. También pueden surgir cuando los pequeños sienten miedo, les preocupa algo, están viviendo un período de cambios o se enfrentan a una situación nueva que no entienden y a la que no saben darle respuesta. Esos momentos les crean una gran incertidumbre y provoca que pierdan el control.
Ante una rabieta, lo que necesitan los niños es calma, paciencia y comprensión. Los gritos, los sermones, las amenazas, la contención física agresiva o que les ignoremos únicamente empeorarán la situación. Castigar a un niño o chantajearle emocionalmente cuando está inmerso en una rabieta, o esperar que se calme ante nuestra petición, es tan poco eficaz como enfadarse con un recién nacido porque no para de llorar cuando tiene hambre. No será tampoco efectivo intentar razonar con ellos en plena ebullición o que se les contagie el nerviosismo.
El objetivo no debería ser que el enfado pase rápido o tratar de evitarlo de cualquier forma, sino acompañar al niño o niña de manera positiva cuando se produzcan para ayudarles a encararlas. Además, estos episodios irán disminuyendo, según vayan madurando y observen que con estas conductas no logran salirse con la suya o no conseguir lo que quieren.
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