Hay días que nos vemos incapaces de acompañar a nuestros hijos desde la calma y nos instalamos en una absurda avalancha de gritos y amenazas. Jornadas repletas de reproches, de conversaciones fuera de tono, de silencios incómodos y lloros incontrolables.
Situaciones que provocan que perdamos los nervios, sancionemos sin sentido y creemos en casa un ambiente de desconexión o tensión y desconfianza. Donde es imposible solucionar los conflictos desde la empatía y buscar soluciones que satisfagan a ambas partes.
La vorágine de obligaciones a las que debemos hacer frente en nuestro día a día nos llevan a educar des la impaciencia, la reactividad y a utilizar el castigo como única alternativa para que nuestros pequeños nos hagan caso.
Una herramienta educativa carente de contenido pedagógico que únicamente busca sancionar o reprimir el comportamiento de nuestros hijos. Unos castigos que surgen desde el enfado, la ira y la desesperación cuando somos incapaces de interpretar el comportamiento de nuestros pequeños y dar respuesta a todo aquello que necesitan.
Los castigos son actos putativos que carecen de significado y aprendizaje. Los usamos cuando no realizamos una buena canalización de nuestras propias emociones o cuando entramos en una espiral de malestar o contradicciones internas que únicamente consiguen romper el vínculo con nuestros hijos.
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